por Nino Ramella
“Así que esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído… ¿Recordáis?: el azufre, la hoguera, la parrilla… ¡Ah! Qué broma. No hay necesidad de parrillas; el infierno son los otros”, decía uno de los personajes en “A puerta cerrada”.
Necesitaríamos otro Sartre para definir el infierno de nuestra hora. Porque “los otros” no son hoy el contrapunto existencial. Un microorganismo nos puso a todos del mismo lado convirtiéndonos en una masa amorfa y desorientada.
Los deseos borgeanos de un mundo sin fronteras se cumplieron de la peor manera. Tanto querer limar diferencias que cuando desaparecen las añoramos. Con todo, es preferible un mundo poblado de réprobos y venerables, fachos y progres, ilustrados y ágrafos, lúcidos y descerebrados. En ese mundo jugamos con reglas claras y cumplimos con el deber de la camiseta que elegimos.
El escenario de estos días nos hace a todos parte de un mismo equipo jugando en la oscuridad. No encontramos al otro, que es igual a no encontrarnos a nosotros mismos.
La pandemia que vivimos tuvo la capacidad de barrer con lo que cada uno ha hecho de su persona en el tiempo que lleva viviendo. Lo que hasta ayer nos angustiaba y también lo que nos llenaba de alegría hoy tiene nula influencia. Los placeres y los miedos son otros. Nos cuesta reconocernos.
La culpa por no empezar a escribir aquel libro ya no es tal. El desorden de los archivos ya no molestan. Los objetos nunca me despertaron erotismo alguno pero ahora ni siquiera existen. Los recuerdos de los que me alimento no están porque ya no tienen sentido. Nada es igual. La realidad nos reseteó. Es como haber dejado la compu en cero. Las experiencias que nos constituían se borraron.
Los códigos de todo…del humor, del drama, del amor, de la política se desvanecieron y ya no hay certezas. En mi caso al menos no es miedo a lo que vendrá. La incomodidad deviene de darme cuenta de que todo aquello que me forjó, aquellas pasiones por las que me peleé o me acerqué, o las ideas de las que me fui convenciendo…forman hoy parte del olvido. Mi identidad ya no es. Ni para mí ni para la mirada del otro que me constituye.
La pandemia se llevó por delante el orden mundial y desvaneció el rol de buenos y malos, de poderosos y frágiles, de ricos y pobres, de súbditos y reyes, de sanos y enfermos, de propios y ajenos. Odiados y amados son rótulos viejos hoy sin dueños.
Hasta hace horas mi yo quería decir algo. Cumpliendo 65 años sabía que era un escriba de provincia, al que no le gusta el fútbol ni la televisión…alimentado por el típico ego de mi oficio, con conciencia social, sin hondura en nada como típico periodista que planea en la amplia superficie de las cosas…y aspirando a que me recuerden sin juicios demasiado negativos.
Ese ya no soy yo porque los otros tampoco son los otros. En la vacuidad no se puede nadar.
Va a pasar, pero nada será igual. Ni nosotros como individuos ni las naciones como sociedades. Y en la formación de ese nuevo orden surgirán ecuaciones desconocidas que sepultarán valores del pasado y que necesariamente alumbrará nuevos.
Por el momento me siento un desclasado…un amnésico sin nombre en las vísperas de un nuevo día cuyo amanecer no adivino.